domingo, 14 de octubre de 2012

PUBLICACIÓN DIARIO EL REGIONAL. CUÉNTALOS... ¡CUENTOS. MITOS Y LEYENDAS! 26-12-2011

¡Si te gusta que te los cuenten¦! ¡Cuéntalos tú también!
De cómo Panchito Mandefúa cenó con el Niño Jesús. José Rafael Pocaterra. Adaptación Fedosy Santaella
Era un niño alegre, feliz, una flor que creció sobre el asfalto. Corrí­a alegre calle abajo, calle arriba con su fuerza y su energí­a de nueve años. Vestí­a con una chaqueta de bolsillos profundos que se encontró por ahí­, y cargaba un bolsito pequeño donde metí­a sus más preciados objetos: trompos, cordeles, chapitas, un carrito de plástico; tonterí­as que cuando las poní­a a jugar con su imaginación lo alejaban de las noches frí­as y de los dí­as de lluvia, y de hambre y de la soledad de las calles de la gran capital, de la Caracas que nunca se acaba. Hasta cerca de medianoche estuvo dando vueltas por la ciudad, vendiendo sus boletos en las grandes avenidas, frente a las puertas de los hoteles más lujosos y de los cines de moda y en el bulevar de Sabana Grande, gritando todo el tiempo, chillón, desvergonzado, alegre: – Aquí­ lo cargooo¦ ¡El boleto que nunca falla ni fallando, el boleto ganador, el archipetaquiremandefuá¦!
El dí­a fue bueno, pues logró vender todos los boletos, y ahora Panchito se comí­a feliz una arepa con lo que le tocaba de las ventas. Allí­ estaba, dándose el gusto, apartado de aquellos que no precisamente andaban pendientes de comer, sino más bien de meterse en los bares y ponerse incluso groseros y peleones. Pero él estaba tranquilo, mientras comí­a su arepa de carne mechada y le echaba una mirada al periódico del dí­a. Porque sí­, Panchito habí­a ido alguna vez a la escuela y habí­a aprendido a leer. Después, cuando su mamá lo sacó a la calle a pedir, él tuvo que dejar de estudiar. Eso sí­, como pedir limosna no le gustaba, se dio a la tarea de buscar trabajo. Panchito quiso vender periódicos, pero no le resultó. Los encargados le quitaron la venta porque le poní­a la famosa frase  a las más graves noticias de la guerra, a los accidentes de tránsito y a las denuncias de corrupción polí­tica:
- Mira, hijito – le dijeron – mejor es que no saques el periódico. Tú eres muy, y eso es demasiado para nosotros. Porque así­ es. Panchito tení­a apellido, y éste era Mandefuá, apellido original y hermoso que le gustaba más que el verdadero (que nunca usaba) porque era obra de él mismo. Llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como cualquier prí­ncipe su nombre, apellidos y tí­tulos de nobleza, y así­ andaba diciéndole a todos que él era, nada más y nada menos que Panchito Mandefuá. Pero Panchito era menos ambicioso que un prí­ncipe, y se conformaba con su arepa y su trabajo de vendedor de boletos de loterí­a. – Este sí­ es el ganador, un boleto bien mandefuá – decí­a. Ah, pero también tení­a sus gustos. Entre sus placeres más refinados estaba ir a la una de la tarde, siempre por la sombra de los edificios, a situarse perfectamente bajo la oreja de un señor gordo, lento y pací­fico. Era uno de esos empleados de ministerio que se sentaba en un banquito de la plaza después del almuerzo, a ver pasar el mundo con toda su paciencia.
- Este es el boleto ganador, un boleto bien mandefuá! – gritaba con todas sus ganas. – ¡Muchacho, que siempre me gritas al oí­do! Y Panchito, echando a correr, le volví­a a gritar: – Este es el boleto premiado, me lo deberí­a comprar, maestro!También le gustaba ir al cine, pero hací­a tiempo que no lo dejaban entrar aunque tuviera la plata, porque ahí­ mismo le adivinaban que era un niño de la calle y le poní­an mala cara. ¡Qué mala suerte la de Panchito Mandefuá! que, sin embargo, feliz de la vida, les gritaba al alejarse: – ¡Pues tampoco querí­a verla! ¡Porque para que a mí­ me guste una pelí­cula debe ser muy crema, muy archipetaquiremandefuá! Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número premiado como si lo estuviese viendo por adelantado, y de pronto se detuvo ante una rueda niños. Vení­a distraí­do contemplando una vidriera donde se exhibí­an aeroplanos, barcos, una caja de soldados, un automóvil y una bicicleta¦ Y de paso estuvo un rato contemplando la vidriera de un café llamado La India, a través de la cual se exhibí­an pirámides de bombones, pastelitos y unos dulces brillantes como estrellas.
Pero volvamos al momento. En medio de aquella rueda de muchachos alborotados, vio a una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada en la acera una bandeja de dulces. Como moscas, cinco o seis granujas se habí­an lanzado sobre los ponqués y los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, pues temí­a un castigo. Panchito estaba de buen humor: habí­a vendido muchos boletos. Con ese dinero habí­a podido comer, y hasta comprar dulces. Y con el dinero que le quedaba habí­a planeado ir al circo, puesto que allí­ sí­ lo dejaban entrar, y hasta comerí­a hallacas y pan de jamón. Con ese dinero iba a pasar una Nochebuena excelente. Así­ que con su buen humor a cuestas, Panchito se acercó a la pobre muchacha, que lloraba, mientras los granujas seguí­an comiendo sus dulces y chupándose los dedos¦ Llegó un agente de la policí­a y todos corrieron, menos ellos dos. -¿Qué fue, qué pasó? ¿Cuál es el desorden? La niña respondió toda desconsolada: – Que yo llevada esta bandeja para la casa donde sirvo, que hay cena allá esta noche, y me tropecé y se me cayó y me pueden echar¦ Algunos transeúntes detenidos se encogieron de hombros y continuaron. – Bueno, bueno, sigan su camino, pues – les ordenó el policí­a. Panchito se fue detrás de la llorosa. – Oye, ¿Cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto. -¿Yo?, Margarita. -¿Y ese dulce era de tu mamá? -Yo no tengo mamá. -¿Y papá? – Tampoco. -¿Con quién vives tú? -Viví­a con una tí­a que me consiguió el trabajo en la casa en que estoy. -¿Y trabajas? ¿Te pagan? -¿Me pagan qué? Panchito sonrió con ironí­a, con superioridad. – Gua, tu trabajo. Al que trabaja se le paga, ¿no lo sabí­as? Margarita entonces protestó vivamente: – Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava. -¿Qué te enseña? – A leer¦ Yo sé leer, ¿tú no sabes? Y Panchito dijo orgulloso, aunque en el fondo aquello de leer no le parecí­a gran cosa:
- Uf, claro, sé leer de todo. Leo periódicos, revistas, los carteles que están pegados en las paredes y hasta libros. También sé vender billetes de loterí­a y gano para ir al circo y comer las arepas que me gustan. – Está bien, pero yo no tengo dinero, y se me cayeron todos los dulces de la bandeja – dijo con tristeza la niña, bajando la cabecita enmarañada. -¿Y cuánto botaste? – ¡Uy, mucho dinero! – y le alargó un papelito sucio donde se veí­a lo que habí­an costado los dulces. En el rostro de Panchito se dibujó una gran sonrisa, le quitó la bandeja a Margarita y dijo: – ¡Espérate, no te muevas, ya vengo! – Y echó a correr. Un cuarto de hora más tarde volvió: – Mira: esto fue lo que se te cayó, ¿no es así­? Los ojitos de la niña brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia. Estaba feliz. ¦ eso! Fue a tomar la bandeja, pero él la detuvo: – ¡No! Yo tengo más fuerza, yo te la llevo. – Es que es lejos – dijo tí­mida. – ¡No importa!
Panchito le contó que él tampoco tení­a familia, que le encantaba ver pelí­culas de detectives y que podrían comerse un dulce juntos. – Yo tengo dinero, ¿sabes? – Y sacudió el bolsillo de su chaqueta, donde sonaron las monedas. Y los dos pequeños se echaron a andar. Apenas si se dieron cuenta de que llegaban, de tan entretenidos que iban comiendo dulce. – Aquí­ es. Dame – dijo la niña. Panchito le entregó la bandeja. Se quedaron viéndose a los ojos: -¿Como te pago yo? – preguntó Margarita con tristeza tí­mida. Panchito se puso colorado y balbuceó: – Si me das un beso. – ¡No, no! ¡Es malo! – ¿Por qué?… – Gua, porque sí­¦ Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencí­a con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de travesura y del dulce que compartí­an.
- ¡Mira que grito si me vuelves a besar! – dijo ella, roja como una rosa. De la emoción, por poco tira otra vez la dichosa bandeja llena de dulces. – Ya está, pues, ya está. No te voy volver a besar – dijo Panchito. De repente se abrió la puerta de la casa donde viví­a Margarita. Un rostro de solterona fea y vieja apareció. – Muy bonito. El par de vagabundos éstos! – dijo enojada la doña. El chico echó a correr. A su espalda, la señora regañaba a la niña mientras la metí­a a la casa. – Pero Dios mí­o, ¡qué criaturas éstas que no tienen edad y ya están pensando en darse besos! Ahora le quedaba el dinero justo para el circo y para la cena. No le sobrarí­an más monedas para el dí­a siguiente. Nada más le alcanzarí­a para la Nochebuena, y es que después de pagar los dulces de la niña¦ ¡Quién lo mandaba a estar ayudando a nadie! Sin embargo, a pesar de la tristeza, de que no podrí­a guardar para después, Panchito sentí­a una loca alegrí­a interior. No olvidaba, en medio de su desastre financiero, los ojos mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El dí­a de gastar se gasta lo que hay que gastar, así­ de lo más archipetaquimandefuá.
A las nueve salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas, un juguito, un café con leche, tostadas de chicharrón, un pan de jamón. ¡Su famosa cena! Cuando cruzaba en una esquina, se escuchó un cornetazo brusco, un golpe de viento fuerte, y Panchito Mandefuá ya no estaba en la esquina dando un salto vivaz o siquiera en pie. No, Panchito ya no caminaba, ya no estaba ni siquiera en este mundo ¦ – ¿Qué pasó? ¿Qué pasó allí­? – preguntaron unos transeúntes. – Que un auto atropelló a un muchacho de la calle¦ – ¿Quién?, ¿Cómo se llama? – ¡No sé su nombre! – informó alguien -. Pero yo lo he visto, eso sí­. Era un muchacho de esos que venden loterí­a. En otra parte, lejos de allí­, Panchito Mandefuá andaba con su chaqueta, ahora toda brillante, magní­fica, como recién salida de la lavanderí­a. Se le veí­a feliz, sonriente. ¡Pero claro! Se habí­a ido a cenar al cielo, invitado por el Niño Jesús.
Pocaterra José Rafael. Novelista, memorialista, ensayista y poeta venezolano, nacido en Valencia (Carabobo) y muerto en Montreal (Canadá). Es una de las diez figuras centrales de la literatura venezolana. Y figura más que prominente dentro del cuento, ya que sus Cuentos grotescos (1922) constituyen una obra fundamental de la narración corta cultivada en ese paí­s, obra obligatoria y de vasta influencia en las generaciones posteriores. Pocaterra se inició cultivando la novela, entre las cuales se destacan Vidas oscuras (1916) y La casa de los Aíbila (1946), y tuvo el mérito de captar crí­ticamente muchos aspectos de la vida venezolana de su tiempo, ateniéndose siempre a las paradojas de su apotegma literario: “Mis personajes piensan en venezolano y como tengo la desgracia de obrar en venezolano, hablar en venezolano, y como tengo la desgracia de no ser nieto de Barbey d’Aurevilly o hijo del Cisne Lascivo, es justo que se me considere, y lo deseo en extremo, fuera de la literatura”, palabras que puso al frente de su primera novela, Polí­tica feminista, de 1913, publicada nuevamente en Madrid, en 1916, con el tí­tulo El doctor Bebé. Con todo, a pesar de la importancia de su labor como cuentista, la parte más singular de su obra literaria la constituyen sus libros de memorias. De allí­ que sus Memorias de un venezolano de la decadencia (escritas en la cárcel entre 1920 y 1921) constituyen su obra mayor; es un largo alegato polí­tico, escrito en buena parte en la prisión que sufrió como consecuencia de su participación en un levantamiento militar contra Juan Vicente Gómez. Pero las Memorias no importan solamente por su intención polí­tica, sino también por su magní­fica prosa, hecho que las convierte en uno de los grandes libros de la literatura venezolana. Entre otras obras de José Rafael Pocaterra figuran Vidas oscuras (1915) y Tierra del Sol amada (1918). Deben mencionarse sus colaboraciones en el periódico Caín, órgano de la oposición al gobierno de Cipriano Castro, y en El Fonógrafo, de Maracaibo. Dirigió además la revista Caracteres. Entre sus influencias literarias se cuentan mile Zola, Maksim Gorki, Eí§a de Queirós y Guy de Maupassant.

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