¡Si te gusta que te los cuenten¦! ¡Cuéntalos tú también!
De cómo Panchito Mandefúa cenó con el Niño Jesús. José Rafael Pocaterra. Adaptación Fedosy Santaella
Era un niño alegre, feliz, una flor que creció sobre el asfalto. Corría alegre calle abajo, calle arriba con su fuerza y su energía de nueve años. Vestía con una chaqueta de bolsillos profundos que se encontró por ahí, y cargaba un bolsito pequeño donde metía sus más preciados objetos: trompos, cordeles, chapitas, un carrito de plástico; tonterías que cuando las ponía a jugar con su imaginación lo alejaban de las noches frías y de los días de lluvia, y de hambre y de la soledad de las calles de la gran capital, de la Caracas que nunca se acaba. Hasta cerca de medianoche estuvo dando vueltas por la ciudad, vendiendo sus boletos en las grandes avenidas, frente a las puertas de los hoteles más lujosos y de los cines de moda y en el bulevar de Sabana Grande, gritando todo el tiempo, chillón, desvergonzado, alegre: – Aquí lo cargooo¦ ¡El boleto que nunca falla ni fallando, el boleto ganador, el archipetaquiremandefuá¦!
El día fue bueno, pues logró vender todos los boletos, y ahora Panchito se comía feliz una arepa con lo que le tocaba de las ventas. Allí estaba, dándose el gusto, apartado de aquellos que no precisamente andaban pendientes de comer, sino más bien de meterse en los bares y ponerse incluso groseros y peleones. Pero él estaba tranquilo, mientras comía su arepa de carne mechada y le echaba una mirada al periódico del día. Porque sí, Panchito había ido alguna vez a la escuela y había aprendido a leer. Después, cuando su mamá lo sacó a la calle a pedir, él tuvo que dejar de estudiar. Eso sí, como pedir limosna no le gustaba, se dio a la tarea de buscar trabajo. Panchito quiso vender periódicos, pero no le resultó. Los encargados le quitaron la venta porque le ponía la famosa frase a las más graves noticias de la guerra, a los accidentes de tránsito y a las denuncias de corrupción política:
- Mira, hijito – le dijeron – mejor es que no saques el periódico. Tú eres muy, y eso es demasiado para nosotros. Porque así es. Panchito tenía apellido, y éste era Mandefuá, apellido original y hermoso que le gustaba más que el verdadero (que nunca usaba) porque era obra de él mismo. Llevaba aquel Mandefuá con tanto orgullo como cualquier príncipe su nombre, apellidos y títulos de nobleza, y así andaba diciéndole a todos que él era, nada más y nada menos que Panchito Mandefuá. Pero Panchito era menos ambicioso que un príncipe, y se conformaba con su arepa y su trabajo de vendedor de boletos de lotería. – Este sí es el ganador, un boleto bien mandefuá – decía. Ah, pero también tenía sus gustos. Entre sus placeres más refinados estaba ir a la una de la tarde, siempre por la sombra de los edificios, a situarse perfectamente bajo la oreja de un señor gordo, lento y pacífico. Era uno de esos empleados de ministerio que se sentaba en un banquito de la plaza después del almuerzo, a ver pasar el mundo con toda su paciencia.
- Este es el boleto ganador, un boleto bien mandefuá! – gritaba con todas sus ganas. – ¡Muchacho, que siempre me gritas al oído! Y Panchito, echando a correr, le volvía a gritar: – Este es el boleto premiado, me lo debería comprar, maestro!También le gustaba ir al cine, pero hacía tiempo que no lo dejaban entrar aunque tuviera la plata, porque ahí mismo le adivinaban que era un niño de la calle y le ponían mala cara. ¡Qué mala suerte la de Panchito Mandefuá! que, sin embargo, feliz de la vida, les gritaba al alejarse: – ¡Pues tampoco quería verla! ¡Porque para que a mí me guste una película debe ser muy crema, muy archipetaquiremandefuá! Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número premiado como si lo estuviese viendo por adelantado, y de pronto se detuvo ante una rueda niños. Venía distraído contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, un automóvil y una bicicleta¦ Y de paso estuvo un rato contemplando la vidriera de un café llamado La India, a través de la cual se exhibían pirámides de bombones, pastelitos y unos dulces brillantes como estrellas.
Pero volvamos al momento. En medio de aquella rueda de muchachos alborotados, vio a una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada en la acera una bandeja de dulces. Como moscas, cinco o seis granujas se habían lanzado sobre los ponqués y los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, pues temía un castigo. Panchito estaba de buen humor: había vendido muchos boletos. Con ese dinero había podido comer, y hasta comprar dulces. Y con el dinero que le quedaba había planeado ir al circo, puesto que allí sí lo dejaban entrar, y hasta comería hallacas y pan de jamón. Con ese dinero iba a pasar una Nochebuena excelente. Así que con su buen humor a cuestas, Panchito se acercó a la pobre muchacha, que lloraba, mientras los granujas seguían comiendo sus dulces y chupándose los dedos¦ Llegó un agente de la policía y todos corrieron, menos ellos dos. -¿Qué fue, qué pasó? ¿Cuál es el desorden? La niña respondió toda desconsolada: – Que yo llevada esta bandeja para la casa donde sirvo, que hay cena allá esta noche, y me tropecé y se me cayó y me pueden echar¦ Algunos transeúntes detenidos se encogieron de hombros y continuaron. – Bueno, bueno, sigan su camino, pues – les ordenó el policía. Panchito se fue detrás de la llorosa. – Oye, ¿Cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto. -¿Yo?, Margarita. -¿Y ese dulce era de tu mamá? -Yo no tengo mamá. -¿Y papá? – Tampoco. -¿Con quién vives tú? -Vivía con una tía que me consiguió el trabajo en la casa en que estoy. -¿Y trabajas? ¿Te pagan? -¿Me pagan qué? Panchito sonrió con ironía, con superioridad. – Gua, tu trabajo. Al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías? Margarita entonces protestó vivamente: – Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava. -¿Qué te enseña? – A leer¦ Yo sé leer, ¿tú no sabes? Y Panchito dijo orgulloso, aunque en el fondo aquello de leer no le parecía gran cosa:
- Uf, claro, sé leer de todo. Leo periódicos, revistas, los carteles que están pegados en las paredes y hasta libros. También sé vender billetes de lotería y gano para ir al circo y comer las arepas que me gustan. – Está bien, pero yo no tengo dinero, y se me cayeron todos los dulces de la bandeja – dijo con tristeza la niña, bajando la cabecita enmarañada. -¿Y cuánto botaste? – ¡Uy, mucho dinero! – y le alargó un papelito sucio donde se veía lo que habían costado los dulces. En el rostro de Panchito se dibujó una gran sonrisa, le quitó la bandeja a Margarita y dijo: – ¡Espérate, no te muevas, ya vengo! – Y echó a correr. Un cuarto de hora más tarde volvió: – Mira: esto fue lo que se te cayó, ¿no es así? Los ojitos de la niña brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia. Estaba feliz. ¦ eso! Fue a tomar la bandeja, pero él la detuvo: – ¡No! Yo tengo más fuerza, yo te la llevo. – Es que es lejos – dijo tímida. – ¡No importa!
Panchito le contó que él tampoco tenía familia, que le encantaba ver películas de detectives y que podrían comerse un dulce juntos. – Yo tengo dinero, ¿sabes? – Y sacudió el bolsillo de su chaqueta, donde sonaron las monedas. Y los dos pequeños se echaron a andar. Apenas si se dieron cuenta de que llegaban, de tan entretenidos que iban comiendo dulce. – Aquí es. Dame – dijo la niña. Panchito le entregó la bandeja. Se quedaron viéndose a los ojos: -¿Como te pago yo? – preguntó Margarita con tristeza tímida. Panchito se puso colorado y balbuceó: – Si me das un beso. – ¡No, no! ¡Es malo! – ¿Por qué?… – Gua, porque sí¦ Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de travesura y del dulce que compartían.
- ¡Mira que grito si me vuelves a besar! – dijo ella, roja como una rosa. De la emoción, por poco tira otra vez la dichosa bandeja llena de dulces. – Ya está, pues, ya está. No te voy volver a besar – dijo Panchito. De repente se abrió la puerta de la casa donde vivía Margarita. Un rostro de solterona fea y vieja apareció. – Muy bonito. El par de vagabundos éstos! – dijo enojada la doña. El chico echó a correr. A su espalda, la señora regañaba a la niña mientras la metía a la casa. – Pero Dios mío, ¡qué criaturas éstas que no tienen edad y ya están pensando en darse besos! Ahora le quedaba el dinero justo para el circo y para la cena. No le sobrarían más monedas para el día siguiente. Nada más le alcanzaría para la Nochebuena, y es que después de pagar los dulces de la niña¦ ¡Quién lo mandaba a estar ayudando a nadie! Sin embargo, a pesar de la tristeza, de que no podría guardar para después, Panchito sentía una loca alegría interior. No olvidaba, en medio de su desastre financiero, los ojos mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta lo que hay que gastar, así de lo más archipetaquimandefuá.
A las nueve salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas, un juguito, un café con leche, tostadas de chicharrón, un pan de jamón. ¡Su famosa cena! Cuando cruzaba en una esquina, se escuchó un cornetazo brusco, un golpe de viento fuerte, y Panchito Mandefuá ya no estaba en la esquina dando un salto vivaz o siquiera en pie. No, Panchito ya no caminaba, ya no estaba ni siquiera en este mundo ¦ – ¿Qué pasó? ¿Qué pasó allí? – preguntaron unos transeúntes. – Que un auto atropelló a un muchacho de la calle¦ – ¿Quién?, ¿Cómo se llama? – ¡No sé su nombre! – informó alguien -. Pero yo lo he visto, eso sí. Era un muchacho de esos que venden lotería. En otra parte, lejos de allí, Panchito Mandefuá andaba con su chaqueta, ahora toda brillante, magnífica, como recién salida de la lavandería. Se le veía feliz, sonriente. ¡Pero claro! Se había ido a cenar al cielo, invitado por el Niño Jesús.
De cómo Panchito Mandefúa cenó con el Niño Jesús. José Rafael Pocaterra. Adaptación Fedosy Santaella
Era un niño alegre, feliz, una flor que creció sobre el asfalto. Corría alegre calle abajo, calle arriba con su fuerza y su energía de nueve años. Vestía con una chaqueta de bolsillos profundos que se encontró por ahí, y cargaba un bolsito pequeño donde metía sus más preciados objetos: trompos, cordeles, chapitas, un carrito de plástico; tonterías que cuando las ponía a jugar con su imaginación lo alejaban de las noches frías y de los días de lluvia, y de hambre y de la soledad de las calles de la gran capital, de la Caracas que nunca se acaba. Hasta cerca de medianoche estuvo dando vueltas por la ciudad, vendiendo sus boletos en las grandes avenidas, frente a las puertas de los hoteles más lujosos y de los cines de moda y en el bulevar de Sabana Grande, gritando todo el tiempo, chillón, desvergonzado, alegre: – Aquí lo cargooo¦ ¡El boleto que nunca falla ni fallando, el boleto ganador, el archipetaquiremandefuá¦!
El día fue bueno, pues logró vender todos los boletos, y ahora Panchito se comía feliz una arepa con lo que le tocaba de las ventas. Allí estaba, dándose el gusto, apartado de aquellos que no precisamente andaban pendientes de comer, sino más bien de meterse en los bares y ponerse incluso groseros y peleones. Pero él estaba tranquilo, mientras comía su arepa de carne mechada y le echaba una mirada al periódico del día. Porque sí, Panchito había ido alguna vez a la escuela y había aprendido a leer. Después, cuando su mamá lo sacó a la calle a pedir, él tuvo que dejar de estudiar. Eso sí, como pedir limosna no le gustaba, se dio a la tarea de buscar trabajo. Panchito quiso vender periódicos, pero no le resultó. Los encargados le quitaron la venta porque le ponía la famosa frase
- Mira, hijito – le dijeron – mejor es que no saques el periódico. Tú eres muy
- Este es el boleto ganador, un boleto bien mandefuá! – gritaba con todas sus ganas. – ¡Muchacho, que siempre me gritas al oído! Y Panchito, echando a correr, le volvía a gritar: – Este es el boleto premiado, me lo debería comprar, maestro!También le gustaba ir al cine, pero hacía tiempo que no lo dejaban entrar aunque tuviera la plata, porque ahí mismo le adivinaban que era un niño de la calle y le ponían mala cara. ¡Qué mala suerte la de Panchito Mandefuá! que, sin embargo, feliz de la vida, les gritaba al alejarse: – ¡Pues tampoco quería verla! ¡Porque para que a mí me guste una película debe ser muy crema, muy archipetaquiremandefuá! Panchito iba una tarde calle arriba pregonando un número premiado como si lo estuviese viendo por adelantado, y de pronto se detuvo ante una rueda niños. Venía distraído contemplando una vidriera donde se exhibían aeroplanos, barcos, una caja de soldados, un automóvil y una bicicleta¦ Y de paso estuvo un rato contemplando la vidriera de un café llamado La India, a través de la cual se exhibían pirámides de bombones, pastelitos y unos dulces brillantes como estrellas.
Pero volvamos al momento. En medio de aquella rueda de muchachos alborotados, vio a una muchachita sucia que lloraba mientras contemplaba regada en la acera una bandeja de dulces. Como moscas, cinco o seis granujas se habían lanzado sobre los ponqués y los fragmentos de quesillo llenos de polvo. La niña lloraba desesperada, pues temía un castigo. Panchito estaba de buen humor: había vendido muchos boletos. Con ese dinero había podido comer, y hasta comprar dulces. Y con el dinero que le quedaba había planeado ir al circo, puesto que allí sí lo dejaban entrar, y hasta comería hallacas y pan de jamón. Con ese dinero iba a pasar una Nochebuena excelente. Así que con su buen humor a cuestas, Panchito se acercó a la pobre muchacha, que lloraba, mientras los granujas seguían comiendo sus dulces y chupándose los dedos¦ Llegó un agente de la policía y todos corrieron, menos ellos dos. -¿Qué fue, qué pasó? ¿Cuál es el desorden? La niña respondió toda desconsolada: – Que yo llevada esta bandeja para la casa donde sirvo, que hay cena allá esta noche, y me tropecé y se me cayó y me pueden echar¦ Algunos transeúntes detenidos se encogieron de hombros y continuaron. – Bueno, bueno, sigan su camino, pues – les ordenó el policía. Panchito se fue detrás de la llorosa. – Oye, ¿Cómo te llamas tú?
La niña se detuvo a su vez, secándose el llanto. -¿Yo?, Margarita. -¿Y ese dulce era de tu mamá? -Yo no tengo mamá. -¿Y papá? – Tampoco. -¿Con quién vives tú? -Vivía con una tía que me consiguió el trabajo en la casa en que estoy. -¿Y trabajas? ¿Te pagan? -¿Me pagan qué? Panchito sonrió con ironía, con superioridad. – Gua, tu trabajo. Al que trabaja se le paga, ¿no lo sabías? Margarita entonces protestó vivamente: – Me dan la comida, la ropa y una de las niñas me enseña, pero es muy brava. -¿Qué te enseña? – A leer¦ Yo sé leer, ¿tú no sabes? Y Panchito dijo orgulloso, aunque en el fondo aquello de leer no le parecía gran cosa:
- Uf, claro, sé leer de todo. Leo periódicos, revistas, los carteles que están pegados en las paredes y hasta libros. También sé vender billetes de lotería y gano para ir al circo y comer las arepas que me gustan. – Está bien, pero yo no tengo dinero, y se me cayeron todos los dulces de la bandeja – dijo con tristeza la niña, bajando la cabecita enmarañada. -¿Y cuánto botaste? – ¡Uy, mucho dinero! – y le alargó un papelito sucio donde se veía lo que habían costado los dulces. En el rostro de Panchito se dibujó una gran sonrisa, le quitó la bandeja a Margarita y dijo: – ¡Espérate, no te muevas, ya vengo! – Y echó a correr. Un cuarto de hora más tarde volvió: – Mira: esto fue lo que se te cayó, ¿no es así? Los ojitos de la niña brillaron y una sonrisa le iluminó la carita sucia. Estaba feliz. ¦ eso! Fue a tomar la bandeja, pero él la detuvo: – ¡No! Yo tengo más fuerza, yo te la llevo. – Es que es lejos – dijo tímida. – ¡No importa!
Panchito le contó que él tampoco tenía familia, que le encantaba ver películas de detectives y que podrían comerse un dulce juntos. – Yo tengo dinero, ¿sabes? – Y sacudió el bolsillo de su chaqueta, donde sonaron las monedas. Y los dos pequeños se echaron a andar. Apenas si se dieron cuenta de que llegaban, de tan entretenidos que iban comiendo dulce. – Aquí es. Dame – dijo la niña. Panchito le entregó la bandeja. Se quedaron viéndose a los ojos: -¿Como te pago yo? – preguntó Margarita con tristeza tímida. Panchito se puso colorado y balbuceó: – Si me das un beso. – ¡No, no! ¡Es malo! – ¿Por qué?… – Gua, porque sí¦ Pero no era Panchito Mandefuá a quien se convencía con razones como ésta; y la sujetó por los hombros y le pegó un par de besos llenos de travesura y del dulce que compartían.
- ¡Mira que grito si me vuelves a besar! – dijo ella, roja como una rosa. De la emoción, por poco tira otra vez la dichosa bandeja llena de dulces. – Ya está, pues, ya está. No te voy volver a besar – dijo Panchito. De repente se abrió la puerta de la casa donde vivía Margarita. Un rostro de solterona fea y vieja apareció. – Muy bonito. El par de vagabundos éstos! – dijo enojada la doña. El chico echó a correr. A su espalda, la señora regañaba a la niña mientras la metía a la casa. – Pero Dios mío, ¡qué criaturas éstas que no tienen edad y ya están pensando en darse besos! Ahora le quedaba el dinero justo para el circo y para la cena. No le sobrarían más monedas para el día siguiente. Nada más le alcanzaría para la Nochebuena, y es que después de pagar los dulces de la niña¦ ¡Quién lo mandaba a estar ayudando a nadie! Sin embargo, a pesar de la tristeza, de que no podría guardar para después, Panchito sentía una loca alegría interior. No olvidaba, en medio de su desastre financiero, los ojos mansos y tristes de Margarita. ¡Qué diablos! El día de gastar se gasta lo que hay que gastar, así de lo más archipetaquimandefuá.
A las nueve salió del circo. Iba pensando en el menú: hallacas, un juguito, un café con leche, tostadas de chicharrón, un pan de jamón. ¡Su famosa cena! Cuando cruzaba en una esquina, se escuchó un cornetazo brusco, un golpe de viento fuerte, y Panchito Mandefuá ya no estaba en la esquina dando un salto vivaz o siquiera en pie. No, Panchito ya no caminaba, ya no estaba ni siquiera en este mundo ¦ – ¿Qué pasó? ¿Qué pasó allí? – preguntaron unos transeúntes. – Que un auto atropelló a un muchacho de la calle¦ – ¿Quién?, ¿Cómo se llama? – ¡No sé su nombre! – informó alguien -. Pero yo lo he visto, eso sí. Era un muchacho de esos que venden lotería. En otra parte, lejos de allí, Panchito Mandefuá andaba con su chaqueta, ahora toda brillante, magnífica, como recién salida de la lavandería. Se le veía feliz, sonriente. ¡Pero claro! Se había ido a cenar al cielo, invitado por el Niño Jesús.
Pocaterra José Rafael. Novelista, memorialista, ensayista y poeta venezolano, nacido en Valencia (Carabobo) y muerto en Montreal (Canadá). Es una de las diez figuras centrales de la literatura venezolana. Y figura más que prominente dentro del cuento, ya que sus Cuentos grotescos (1922) constituyen una obra fundamental de la narración corta cultivada en ese país, obra obligatoria y de vasta influencia en las generaciones posteriores. Pocaterra se inició cultivando la novela, entre las cuales se destacan Vidas oscuras (1916) y La casa de los Aíbila (1946), y tuvo el mérito de captar críticamente muchos aspectos de la vida venezolana de su tiempo, ateniéndose siempre a las paradojas de su apotegma literario: “Mis personajes piensan en venezolano y como tengo la desgracia de obrar en venezolano, hablar en venezolano, y como tengo la desgracia de no ser nieto de Barbey d’Aurevilly o hijo del Cisne Lascivo, es justo que se me considere, y lo deseo en extremo, fuera de la literatura”, palabras que puso al frente de su primera novela, Política feminista, de 1913, publicada nuevamente en Madrid, en 1916, con el título El doctor Bebé. Con todo, a pesar de la importancia de su labor como cuentista, la parte más singular de su obra literaria la constituyen sus libros de memorias. De allí que sus Memorias de un venezolano de la decadencia (escritas en la cárcel entre 1920 y 1921) constituyen su obra mayor; es un largo alegato político, escrito en buena parte en la prisión que sufrió como consecuencia de su participación en un levantamiento militar contra Juan Vicente Gómez. Pero las Memorias no importan solamente por su intención política, sino también por su magnífica prosa, hecho que las convierte en uno de los grandes libros de la literatura venezolana. Entre otras obras de José Rafael Pocaterra figuran Vidas oscuras (1915) y Tierra del Sol amada (1918). Deben mencionarse sus colaboraciones en el periódico Caín, órgano de la oposición al gobierno de Cipriano Castro, y en El Fonógrafo, de Maracaibo. Dirigió además la revista Caracteres. Entre sus influencias literarias se cuentan mile Zola, Maksim Gorki, Eí§a de Queirós y Guy de Maupassant.
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