Guachirongo. Julio Garmendia. (1898-1977)
Compilación Literaria. Dra. Chirinos Eneida.
Así como hay ciudades o pueblos afamados por la altura de un pico o la hondura de un zanjón, por el número de sus torres o por el tamaño de sus toronjas, así hay en el Oeste -en nuestro Oeste venezolano- una ciudad muy celebrada por sus puestas de sol, por la majestad y belleza de sus crepúsculos. Sus moradores son entendidos y expertos en esta materia, doctos en ella, y así dicen, a veces, por ejemplo: "Este verano hemos tenido los crepúsculos más raros -o más largos, o más bellos-, que hemos visto en mucho tiempo".
No sé si esto ha llegado a reflejarse en el carácter de la generalidad de entre ellos; pero un hombre que vivió en estos parajes, un simple de espíritu a quien apellidaban por burla Guachirongo, sí vivió (y murió tal vez realmente) entre las nubes del crepúsculo. Guachirongo hallábase afligido de toda clase de pobrezas y miserias; sus ropas no eran más que harapos; los cabellos le resbalaban en grasientas guedejas por la nuca, la frente y las orejas, y hasta le tapaban los ojos. Así andaba, y algunos perros hambrientos - tan hambrientos y miserables como él mismo - lo seguían por todas partes adonde iba. Y Guachirogo no tenía ningún inconveniente en ponerse a bailar en medio de la calle, si se lo pedían chicos o grandes; o también, así de repente, sólo porque le venían ganas a él, a la hora del atardecer, mirando un crepúsculo encendido. Fuera de esto, y por extraño que parezca, Guachirongo vendía gritos. Le decían:
-¡Un grito, Guachirongo!
Pero los gritos de Guachirongo eran al precio de tres por locha, ni uno más, ni uno menos; sobre esta base el trato se hacía, se cerraba el negocio, y Guachirongo lanzaba tres gritos sonoros, poderosos, retumbantes, que hubieran despertado la alarma en el vecindario y sus contornos si no fuera porque ya todos por allí sabían muy bien que era aquél el negocio del Guachirongo.
A pesar de todas las calamidades que lo afligían (o quizás por eso, justamente), Guachirongo, más que en la tierra, vivía en las nubes, y especialmente en las nubes del crepúsculo. Caminaba o bailaba o gritaba mirando hacia ellas; ellas tenían para él mayor importancia y realidad que muchas sólidas cosas de acá abajo. Hasta las tomaba como puntos fijos de orientación o referencia, hablando de algún sitio, o recordando alguna fecha.
-Guachirongo, ¿dónde vives?- le preguntaban. Y él contestaba:
-¡Po alláaa, PO los laos e las nubes colorás!
-¿Desde cuándo, Guachirongo?
-¡Aaah... desde el año e las morás!
Así hablaba este habitante del crepúsculo. Los niños salían a las puertas de las casas a hablar con él, y le pedían que bailara o que gritara. Mientras sus perros olfateaban acá y allá, y alguno se echaba a dormitar sobre el quicio del portón, Guachirongo bailaba en la acera o en el zaguán; después recibía su moneda o su cazuela llena, y se iba, calle arriba o calle abajo, seguido de su fiel jauría. Algún insulto lanzado traidoramente desde lejos, tras una esquina, le hacía rabiar un momento y volver atrás con gesto amenazante. Pero más lejos otro niño, otro baile y otros gritos le esperaban -con cazuela o centavito-, y esto le hacía de nuevo ir adelante; vivía para su arte, y lo trocaba por comida o por dinero, pero sólo en los momentos en que el ambiente crepuscular hacía descender sobre él la inspiración.
Pero las nubes acabaron por sugerirle a Guachirongo inspiraciones y visiones más extrañas... Los años habían pasado, y los niños que ahora le hacían bailar o gritar al frente de sus casas, no eran los mismos: aquéllos de antes eran ya hombres, éstos de ahora eran sus hijos. Ahora los bucles de Guachirongo eran grises, sus espaldas estaban encorvadas, hundidas sus mejillas. En torno suyo, mientras danzaba inspiradamente en los viejos portales, la vida había danzado también su vieja danza. Cierta vez, por la tarde, ya anocheciendo, fue encontrado un hombre muerto en una calleja, y Guachirongo bailaba en torno al muerto. La gente se aglomeró en derredor, pero él siguió bailando imperturbablemente; sus bucles flotaban a la luz crepuscular como pequeñas serpientes enfurecidas. Lo llamaban o lo reprendían algunos. Pero él no oía ni veía más que las luces y sombras del crepúsculo, y siguió danzando alrededor del muerto. Fue llevado a la cárcel, atadas las manos, y bailaba a todo lo largo del trayecto...
Cuando fue puesto en libertad, tiempo después, los niños no quisieron salir a las puertas a hablar con él, ni volvieron a pedirle nada. Le tenían miedo, y se escondían al verle aparecer por la calle. Algunas personas mayores le daban siempre una moneda, o le llenaban la cazuela. Otras le hacían la señal de la cruz. Los perros le seguían siendo fieles, y andaban tras él, más flacos y miserables que nunca. Desapareció un día, y nadie volvió a verle ni oírle, ni a él ni a sus perros, ni sus danzas, ni sus gritos, ni sus bucles... Pero, hoy todavía, cuando las nubes del verano forman en el cielo sus maravillosas perspectivas, sus lagos, sus mirajes, sus palacios... alguna anciana asomada al postigo de la celosía de una ventana de gruesos barrotes, o parada en el quicio de algún ancho portón, le dice al niño que juega en la acera:
-¡Mira! ¡Guachirongo está bailando allá en las nubes!
-¿Y quién es Guachirongo?- pregunta el niño.
Y la anciana vuelve a contar la historia.
Julio Garmendia. (1898-1977) Escritor venezolano. Fue el introductor del realismo fantástico en la ficción hispanoamericana a través de su primer libro de cuentos, La tienda de muñecos (1927). El primer libro de cuentos fantásticos del argentino Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia (1933), fue publicado seis años más tarde. Fue a partir de la década de 1950 cuando la obra del venezolano Garmendia comenzó a ser revalorizada y colocada en el lugar que le corresponde. Fue él quien, a través del cuento fantástico, el cual cultivó en sus dos siguientes colecciones de relatos, La tuna de oro (1951) y La hoja que no había caído en su otoño (1979), reaccionó contra todas las formas monótonas y documentalistas de la ficción del modernismo y criollismo. Encontró así otro sendero, otro camino. También concibió diversos estudios críticos y asedios a los temas de su escritura, los cuales fueron reunidos en los volúmenes Opiniones para después de la muerte (1984) y La ventana encantada (1986)
04-09-2011
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